Convivir con un novio platónico, las reincidentes visitas de amigos al hogar y un perro con la efusividad y lengua dignas de Oddie, parecían ser suficiente para una gata naturalmente ermitaña hasta que su destino dio un giro inesperado: Wadroo y Ale serían papás y toda la comunidad festejaría, sin embargo para ella la noticia vendría teñida de los grises colores del exilio.
Mofeta es una gata cuya legendaria timidez roza niveles analísticos -eso es decir bastante- que, pensando en su integridad físico- espiritual, fue encomendada a mis cuidados y cariños por sus previos dueños y futuros papás. La ecuación era simple: perro que le caía gordo, gato-novio de cuyo idilio quedaban frías cenizas, la casa llena de gente todo el tiempo y encima un bebé serían la condena sin retorno a una vida sumida en el aislamiento. Así, luego de despedidas y los mil y un consejos para satisfacer todas sus mañas y antojos, la gata persa puro pelo aterrizó en mi casa una noche de niebla. Y fue en un jueves, día que cósmicamente parece estar ligado a comienzos y finales en mi vida. Nací un jueves, me recibí un jueves, adopté una mascota un jueves. Los viernes me enamoro pero los jueves nunca miro atrás.
Apenas llegó fue a esconderse, como rezaban los pronósticos. Primero atrás del sillón, luego atrás del escritorio, después abajo de la cama, ahí donde no llega la escoba pero sí su fino pelaje. Me hizo enojar y recordar viejas armonías. Sal de ahí Mofeta Mofeta, sal de ahí de ese lugar. La saqué de prepo, se agarró con las uñas al piso, quiso llorar mientras yo la limpiaba. Barrí por todos lados y me fui a dormir, ya era tarde. Escondida ella, durmiendo yo, pasamos la primera noche. A la mañana aún no había comido, ni reconocido las piedritas, ni hecho pis, acaso se habría movido.
Caímos en que su futura estadía en casa sería soledad otra vez durante el día, ignorancia absoluta de Atún y Okupa hasta cuando se pueda, visitas nuestras a cada rato -ventajas de trabajar a un piso de casa- y juegos, su preferido obvio: las escondidas. Cuando la encontré en la escapada a verla de media mañana pude agarrar su panza y salió ella sola del refugio ronroneando como loca y pidiendo mimos. A la tarde lo mismo con una diferencia: tenía olor a pis ella pero no la casa. La exacta locación del pis es un misterio, los intentos por meterla de cabeza a reconocer las piedritas aún se me hacen vanos.
La noche de hoy trae posibilidad de precipitaciones en la bañera para sacarle el olor a pis y la vocación de plumero. Aún temo que siga sin acostumbrarse y deba ser devuelta a su hábitat de origen, ese que tal vez no le gustaba pero era suyo. La Mofeta se escapa, la Mofeta está triste, qué tendrá la Mofeta. Al escribir esto pienso dónde estará escondida ahora y todavía me pregunto cuál será el secreto para ganar tal escurridizo corazón.
*referencia a Dolina, Alejandro - 1998. Y convengamos que Laura es un nombre aún más feo que Mofeta.